sábado, 13 de abril de 2013

Caída. Francisco Romo.


Caída                                                       

       Francisco Romo

 

Fueron los últimos en caer, en par, sin lograr desprenderse del armazón que los obliga a estar juntos. Cayó luego la lluvia, así, en una palabra, la lluvia; esa manera de simplificar en sustantivos lo que es mucho más grande y abstracto que nosotros; incontables, innumerables gotas de agua que descendieron por separado; encontradas, diagonales, para estrellarse contra el viento y el espacio, contra el suelo, azotando la roca, los puestos donde se vende carne, quesos y verdura; otra vez los sustantivos ¡pero qué remedio!, el adoquín; la lluvia contra los lentes sobre la tarde. Gotas que formaron arroyos improvisados bajando por la pendiente de calles y banquetas, agua consolidada por una fuerza ajena y superior, que al igual que a los lentes, las obliga a convivir, a estar juntas.

Arrastrados por el caudal, al filo de la acera pública y enlosada, los lentes navegaron perdidos hasta donde un sumidero de acero detuvo su clandestino tránsito. Sin mayor remedio permanecieron ahí, unidos, desprovistos de esa libertad ingenua que hasta entonces gozaban, vecinos de bolsas de basura, de colillas fumadas y hojas secas luchando entre sí por abrirse paso contra la alcantarilla vuelta cascada y lograr saltar al precipicio del acueducto subterráneo.

Antes de eso siempre alguien los llevaba y los traía, los guardaba y los volvía a su sitio; dentro de su estuche en la camisa; sobre el buró bajo la lámpara; descansando por la noche en la cubierta grasosa de versos aún sin leer. En el día a repasar la última carta, las cuentas de gas y de luz, la puerta hinchada invitándolos a salir; saludar a la portera y luego bajo las escaleras el ruido, la calle, observándolo todo; el encabezado de los diarios en los kioscos, montados a la fuerza sobre la horrible nariz de alguien; son como dos ciegos sin ojos, fueron hechos para ver pero olvidaron ponerles ojos que contradicción tan terrible, entonces necesitan irremediablemente, tristemente, de otro par de ojos prestados que le den razón a su existencia. Dependencia absoluta para observar el parque y los autos desquiciados, ver por las tardes la incredulidad de los ancianos sentados sobre las bancas sucias de palomas y helado derretido en manos de niños descuidados y felices.

Cuando cayeron olvidaron hacerlo con todo y ojos y fue entonces cuando se les vino el mundo encima en forma de aguas llovedizas e inconvenientes de acueductos y sistemas pluviales mal planeados. Desprovistos de la suerte que antes los lucían, reflejando el día y las cosas, inventando para sí una realidad injusta que ahora les pagaba con el abandono del descuido y háganle como puedan.

Antes la pasaban de lo lindo. Iban de compras, a la playa, ¿cuál problema?, leyendo papelitos, viéndolo indistintamente todo: el rostro satisfecho de Minerva sobre la almohada, en el periódico las esquelas con recuadros de luto, las ofertas, los coloridos espectaculares, riendo en el cine; una ajustada cada tantos meses y listo; ya les he dicho que solo con microfibra porque si no se rayan. Quizá lo más doloroso hubiera sido ser tomados por asalto y mordidos por las patas o ser aplastados en el descuido de la noche, arrojados por el manotazo de los sueños bajo la cama.

Todo es ahora distinto. Ahí contra la alcantarilla que no cede y los maltrata, cualquiera pasa y los pisa y se acabaron para siempre; los paisajes, las mujeres con falda; terminó eso de andar viendo la hora presurosos, con la mano obsesiva y constante toqueteándolos para asegurarse que siguen ahí, que no se han ido con sus dos patitas inútiles que no les sirven ahora para caminar, para levantarse por sí mismos de ahí y salir corriendo a guarecerse bajo el techito del restaurante chino de enfrente con su cartel horrible de rojos y amarillos.

Inmóviles, inútil par de anteojos, bañados por el infortunio de un aguacero a las cinco de la tarde y el golpe certero que los obligó a caer. No queda más que recordar lo que se les viene a su cabeza de titanio y policarbonato: fotografías, llaves colgadas, estatuas de yeso sin brazos ni piernas, la vecina desnuda tendiendo su ropa, los vagones de mirada perdida en la lejanía, el gris del hierro acariciando las vías, el humo del café que los despierta, las dos orejas llevándolos en sus espaldas sin queja, la manía de acomodarlos, de presumirlos, de conserve la calma no llore señor porque los ensucia.

Ahora son un par de exiliados en esa suerte desconocida de múltiples pasos que van y vienen entre el suplicio de neumáticos que los enlodan con la suciedad de avenidas lavadas; ¡y el tacón que acaba de explotar justo a un lado por poco toma su equivoca existencia y los despedaza! El agua que sigue cayendo y creciendo, de esas cosas que crecen entre más caen; y ellos, los lentes, sustantivo plural que remite a pensar en solo un objeto, sin poder ver nada entre el arroyo de lodo y suelo ajeno que los empuja y los olvida. ¡Desahuciados!, ahogados sin volver a ver, se perderán el cumpleaños el próximo sábado de la tía Ofelia (y ya estábamos a jueves) soplándole a las velitas y partiendo el pastel, tan gorda y tan contenta como siempre; después el lunes en la oficina a revisar papeles pendientes; las idas al banco a entregar billetes impresos con rostros de presidentes muertos y calvos, a contarlos, restar bien, sumar mejor; revisar el reporte de la gerencia y vean que malas han estado las ventas; la imagen del espejo avejentado con sus ojos caídos y las ojeras profundas que bien ocultaban. Se perderán las declaraciones de paz y de guerra; el partir de los hijos malagradecidos que se van de casa con su sumar y restar de billetes; billetes, como los que apenas instantes atrás, antes de que cayera la lluvia, acababan los lentes de guardar en su cartera; no verán más la nube gris sobre edificios aburridos que saltan por las ventanas; lástima por los atardeceres perdidos y las olas del mar. Triste adiós a los lentes que siguen muriendo contra la alcantarilla; que mal planeado estuvo el sistema pluvial pero ni modo, ¡adiós!; lástima por las montañas; por los dibujos no vistos y por los poemas no leídos. Triste acabar de los anteojos que fueron hechos para ver y olvidaron ponerles sus propios ojos; tristeza por las nubes que se enarbolarán sin poder ser vistas; no volverán a ver el Nilo contaminado de turistas que escupen hacia abajo sobre el puente que los sostiene; no más miradas obsesivas repetidas sobre el reloj que esclaviza el tiempo; lástima por las puestas de sol que se perderán en el olvido de lo cotidiano, por la lluvia que los arrasa, por las montañas; lástima por los parques, lástima por Minerva con su cara satisfecha sobre la almohada; lástima por el ladrón de billetes; por el puñal que alcanzaron a ver los lentes hundirse sobre el abdomen que de vez en cuando los arrullaba; lástima por el rostro avejentado que se desprendió de su lugar y cayó abruptamente; lástima… por las mujeres con falda.
 
  
En la Fotografía: Francisco Romo, Diana Espinal Meza (Honduras) Carmen Amato, Guadalupe Porras y Javier Izaguirre. En el 1er. Encuentro de Escritores en Ciudad Juárez.

Francisco Romo: Ex-tallerista del taller de Creación Literaria "Carlos Montemayor" de Ciudad Juárez. Verdadero Talento de Ciudad Juárez. Ha sido publicado en la Revista PASO DEL RIO GRANDE DEL NORTE. Prepara en silencio su primer libro.


 
 

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